RETAZOS DE UNA MENTE DEMENTE
Retazos de una mente demente
Relatos
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“¿Cuánto va a ocuparte la novela?”
Sorprende pero suele ser una pregunta bastante habitual cuando comento con algún conocido que estoy escribiendo una nueva historia.
“No lo sé, lo que necesite para escribir lo que quiero contar. No me importan los folios, las hojas en blanco se llenan y dejo de usarlas cuando se termina la historia, me da igual si son veinte, treinta o quinientas, no lo decido yo, es lo último en lo que pienso, no me preocupa el espacio, no depende de mí, eso depende de la historia y de lo que precise para ser contada”.
Soy sincera, cuando tengo una idea en la cabeza que necesita salir me preocupa hacerlo exactamente como lo había pensado pero no lo que pueda ocupar en papel. Empecé a escribir relatos cortos al tiempo que escribía mis primeras novelas y poemas. No les daba la más mínima importancia literaria y eran un desahogo, los consideraba pequeños pedacitos de mi creatividad -con personalidad múltiple- con necesidad de narrar mil posibilidades que he coleccionado durante años en libretas que me acompañaban a todas partes hasta que pude tener mi primer ordenador, historias que necesitaba contar, por distintos motivos en cada caso y que, hasta el momento, apenas si he difundido. La libertad del folio en blanco es caprichosa, en ocasiones precisa de mil de ellos y en otras con un par es suficiente, pero no por ello menos interesante o trascendente.
Jamás pensé en publicar esos escritos pero al trabajar como correctora recopilando el material de otros autores me animé a hacer un libro propio con algunos de mis relatos cortos, a compartirlos y mostrar todos y cada uno de los diferentes personajes que han campado por mi cabeza, sin miedo a que incluso se dudase de su autoría común por lo diferentes que son entre sí -creo que lo que más me enorgullece de ellos es precisamente eso, lo incomparables que son, la polifonía de situaciones, voces, lugares y vivencias que suponen-. Sin embargo, al releer el primer borrador de mi recopilación, mientras todavía decidía sí entraba o no este o ese relato, me di cuenta de que hay un hilo conductor en el libro: la enfermedad mental.
La línea que separa la cordura de la locura es muy delgada y creo que todos en algún momento la hemos cruzado empujados por el dolor, la desilusión, la genialidad, la autoexigencia o -lamentablemente en ciertas situaciones- por la enfermedad física.
¿Quién decide lo que es “normal” y lo que no lo es? -como muy bien plantea Poe en su novela corta Stonehearst Asylum- ¿Quién está loco -por definición el que ha perdido la razón, el juicio- y quién no? Difícil respuesta si tenemos en cuenta que el enfermo mental está estigmatizado en nuestra sociedad acostumbrada a prejuzgar, a opinar sin saber y catalogar como “flojo” a todo el que evidencia “no poder más”. Pese a los avances experimentados por la Psicología y la Psiquiatría en las últimas décadas definirse como enfermo mental -loco- se evita. Todo el mundo comprende y respeta otro tipo de enfermedades físicas como un cáncer o una infección, se entiende, se trata, se cura… pero la enfermedad mental, el desequilibrio en la razón es mucho más difícil de detectar, diagnosticar, tratar y aceptar -por uno mismo y por los que nos rodean-, no por los profesionales que los hay muy buenos pero al alcance de muy pocos. Las emociones producen transformaciones físicas y químicas que nos afectan en cuerpo y alma y dado que somos esclavos de ellas y de nuestros estados de ánimo, opino que la mente es el motor de nuestro cuerpo y que, con frecuencia, tiende a ser descuidada y si el motor no funciona el coche no arranca. Soy de las que consideran la terapia, el entrenamiento emocional, tan necesaria como positiva y defiendo y espero que algún día sea más accesible y que nadie tenga que negar -y pueda hacerlo si lo necesita- que acude a ayuda profesional en determinados momentos de su vida, sin tener que avergonzarse y sentirse culpable o débil porque todos en algún momento hemos necesitado de una guía que nos enfocase el camino, aclarase los nubarrones de la mente y diese luz a nuestras intenciones, aplacase nuestro dolor, diese una explicación a lo que no lo tenía y nos hiciese soportable lo insoportable. Nadie es frágil ni menos que nadie por solicitar ayuda -¿por qué no tener un entrenador de nuestra inteligencia emocional?-, porque ser consciente de que se necesita es un gran paso, el primero hacia la curación, o al menos, hacia estar mejor, encontrarse mejor, en el rumbo que nos hace volver a sonreír, a querer seguir intentándolo y a ver el sentido.
Evidentemente en esta recopilación de algunos de mis relatos cortos favoritos también pueden encontrarse otras temáticas muy diferentes a la mayoritaria -incluso cómicas- y que evitan que el libro resulte deprimente pero no me cabe duda después de haberlas revisado de que, en determinadas ocasiones -y gracias a mis personajes y sus circunstancias-, me he vuelto loca, loca de amor, de decepción o de dolor y también de alegría… que me he roto mil veces y me han matado unas cuantas pero que soy como un Ave fénix y que, para mi inmensa fortuna, siempre podré escribir ficción de lo que siento, lo que detesto, lo que me gusta, lo que defiendo, lo que me ofende y en lo que creo porque escribir es vivir y cuando escribo puedo ser lo que quiera y fantasear cuanto mi imaginación desee.
He incluido el título de la canción que escuchaba mientras escribía determinados relatos porque, como he dicho mil veces, siempre escribo escuchando música, la inspiración de otros hace posible la mía y me resulta interesante compartir este dato por el que en tantas ocasiones se me ha preguntado. No puedo explicar el proceso sin hacer referencia a la música, mi otra gran pasión, escucho una determinada canción y mis dedos vuelan sobre el teclado. Aportar esta información pretende que el lector se sumerja en la historia del mismo modo que yo al escribirla. Espero que disfrutéis leyendo estos pequeños momentos de inspiración tanto como yo lo he hecho porque otra forma de vivir es leer.
Las musas nunca se fueron, las encerraron en un cajón…
©Sonia Gonzálvez
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